Un domingo de abril en el Valle de las Hamacas


Cuando abrí los ojos vi cómo la chispa del Caribe iluminaba una llanura de nubes sobre las costas de San Salvador. Perdí el tiempo en el reloj de pulso, al menos una hora de diferencia entre Colombia y esta tierra.

Luego vi cómo el avión planeaba sobre el océano y perdía altura, la huella de un animal marino bifurcaba las aguas. Al tocar tierra, el tren de aterrizaje si acaso acarició la pista. 
Más adelante, por los pasillos me encontré con rostros de tantos lugares que terminé por confundirme entre la multitud de bocas y de miradas. Sentí la fatiga de un viaje que en medio de la premura de mi salida desde Pereira ya completaba casi doce horas, a pesar de la cercanía entre mi país y El Salvador. Recordé: ya estoy en El Valle de las Hamacas, llamado así por su actividad sísmica latente.

Ya en el taxi veía en este país las praderas de Colombia, trenes cañeros, puestos de fruta, bicicletas, y la publicidad de los candidatos a las elecciones que se llevarían a cabo en algunas ciudades, no son muy diferentes estos paraísos. En cuanto al clima veintisiete grados de temperatura y su cercanía al mar, garantizan un calor pegajoso durante toda mi estancia. 

Al dejar las maletas en el hospedaje caminé un poco para buscar que comer y recordé que semanas atrás, de paso por Bogotá, me abrumó el agite y la desconfianza de los capitalinos y ahora extrañó un poco que me acerque a la gente de aquí y actúen tan desprevenidos. 

Es domingo y en el hostal le doy los últimos toques a la clase que impartiré mañana en la  UCA, y mientras escribo, escucho como desde el fondo del cielo se desprende un griterío de pájaros que buscan guarecerse al caer la tarde.

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