Esta tarde
sobre la ciudad se extendió la mano brumosa de un gigante. Cubrió todo como un
veneno que apenas permitía ocultarse en las cafeterías y los centros
comerciales. A las 3 o 4 el cielo herido por los rayos vació sobre los techos y
las calles canteras de agua retenida. Un perro solitario siguió el rumbo de su
desdicha. Dos ojos infantiles lo miraban desde el balcón tibio. Las sirenas se
oyeron a lo lejos.
Luego de
unos minutos la calma húmeda de los andenes se disolvió entre el ruido de los
carros. El perro miraba la gente pasar de largo, olfateaba el olor a café con
leche que hervía dentro de la greca y arriba en el balcón los ojos ya no
estaban, la cortina ondeaba abandonada.
Yo miraba el
espectáculo de la lluvia. Contemplaba el filo imperioso de los edificios bajo
la espesa capa gris, me sumergía en ese cielo donde ya no habita nada, si acaso
el vuelo de los pájaros que cuelgan de los cables como quien no sabe de la
muerte.
Los pájaros
que comen migajas no saben que a menudo el espíritu de un hombre es un arbusto
opaco en el atardecer de los parques.
Encendí un
cigarrillo y caminé al apartamento. Detrás de mí un fantasma dejó sus huellas
de barro, ¿o acaso era yo mismo el fantasma que ya no sabe cuál es el hombre?
Diego
Leandro Marín Ossa
17 de abril
de 2013
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